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Tras Argentina, Ecuador es el segundo país que nos acoge en nuestro periplo. Llevamos unos días en Quito y la verdad es que antes de llegar no teníamos mucha idea de lo que esperar de esta ciudad.

Para empezar, tuvimos que aclimatarnos a los más de 2800 metros en que se encuentra. A esta altura, cualquier esfuerzo te deja sin aliento. El día que llegamos, subir las mochilas por las escaleras hasta el tercer piso del albergue nos dejó con la lengua arrastrando hasta casi el primero. Nos han hecho falta unos días par ser capaces de correr detrás de un autobús sin dejarnos los pulmones en el intento.

Quito impresiona por su situación en un valle rodeado de volcanes que la limitan. Desde cualquier punto de la ciudad se vislumbran laderas empinadísimas y cumbres. Las nubes se pasean por los riscos y cubren los picos de niebla, pero en general, en el valle luce el sol.

Lo que más nos ha gustado de la ciudad es el centro histórico. Parece ser que no hemos sido los únicos en apreciar este barrio, ya que desde 1978 es patrimonio de la humanidad. Uno se siente en otro mundo paseándose por sus calles de arquitectura colonial en las que por igual te cruzas con indios vestidos de trajes coloridos y sombrero, con señores en traje gris y corbata usando el móvil, con vendedores ambulantes que canturrean las virtudes del producto que venden o con los esporádicos artistas callejeros interpretando esperpénticas comedias de crítica social o política para el deleite de los locales que les hacen corro.

El lado oscuro es la pobreza. Da mucha pena ver niños tan pequeños que trabajan vendiendo golosinas o limpiando zapatos en lugar de estar jugando o en la escuela ...